SE FUE SUNSET SIN LADRAR

Jorge Ramos

Sunset se fue de la misma forma en que llegó; inesperada y súbitamente, sin un ladrido. Y ha dejado en mi familia y en mí un hueco en el corazón – mucho más profundo que los hoyos que escarbaba en el jardín para guardar sus huesos.

Era una extraña mezcla de labrador con beagle – negra, con una irregular mancha blanca en la cara; no era muy grande ni muy pequeña. Se había perdido y terminó en el consultorio de un veterinario cuando nadie la reclamó. Mi familia y yo fuimos allá a conocer a Sunset, que llevaba el nombre de la calle en Miami donde la encontraron, y después todos le dimos una vuelta a la manzana juntos. Cuando regresamos, ella ya había encontrado su lugar con nosotros; fue parte de la familia durante los siguientes 12 años.

Sunset me conocía mejor que nadie. Si yo me estaba vistiendo en mi cuarto para salir a correr, se colocaba emocionada detrás de la puerta, lista para acompañarme – era como si, de alguna forma, pudiera ver a través de la pared. Le encantaba correr junto a mí, pero siempre iba un paso adelante, protegiéndome, abriendo el camino. A lo largo del tiempo que estuvo con nosotros probablemente corrió cientos de millas al lado de mi hijo, Nicolás, en su carriola, y muchas millas más al frente de mi bicicleta.

Supongo que Sunset y yo también compartíamos un espíritu competitivo y cierta timidez. Cuando la llevábamos al parque en Coconut Grove para que pasara un rato con otros perros, solía aislarse al principio y le tomaba cierto tiempo superar su timidez antes de empezar a hacer amigos. Yo tiendo a actuar igual en las fiestas y reuniones sociales.

Sunset y yo nos entendíamos con sólo una mirada. Nunca dudé de su enorme inteligencia y, aunque suene extraño, de su “humanidad”.

Echada a mis pies durante horas y horas mientras yo trabajaba en mis primeros libros, nunca mostró impaciencia, nunca se quejó. Sunset fue también una segunda hermana para Nicolás. Cuando era pequeño, él le tiraba de la cola, le metía las manos en el hocico y trataba de montarla como caballo, pero Sunset nunca se molestó – sólo sacaba la lengua y me lanzaba una mirada de verdadera compasión y sabiduría.

Tras mi divorcio, Sunset se quedó en casa y yo me llevé a Lola, mi gata. Pero cada vez que regresaba a casa a recoger a mi hijo, Sunset era la primera en recibirme – y nunca he tenido recibimientos más alegres y entusiastas que los de ella. La imagen misma de la energía y el nerviosismo, me veía a través de la ventana moviendo furiosamente la cola, y al abrirse la puerta me brincaba como si no me hubiera visto por años. En un ritual maravilloso, se ponía a correr a mí alrededor a toda velocidad y finalmente se sentaba al lado de mi auto. Esta feliz ceremonia de bienvenida de Sunset culminaba cuando yo le lanzaba unos pedacitos de carne seca que siempre le compraba en el supermercado. No he visto perro (o ser humano, para el caso) más agradecido que ella tras devorar esos regalos.

La última vez que vi a Sunset salió de la casa con una pelota de tenis en la boca. Frecuentemente quería que le tirara la pelota a la piscina para luego ir a buscarla. Pero esa vez no soltó la pelota. Salió a saludarme, me dio una vuelta, me vio, creo, con cierta tristeza. Luego regresó a la casa. Fue su despedida.

Al final murió sola. Mi familia y yo estábamos en Boston cuando el veterinario nos llamó. Después de una larga enfermedad, el corazón y riñones de Sunset estaban dejando de funcionar. No había más remedio que dejarla ir.

Todavía imagino a Sunset en esos últimos momentos – imagino sus ojos asustados, y se me rompe el corazón por no haber estado ahí con ella.

Lo profundo de esta pérdida quizá es difícil de entender para quien no ha crecido con una mascota. Pero Sunset era familia. Así de sencillo. Así de doloroso.