Por Rita Wirkala
Aprovechando millas para un vuelo gratis, el sábado 5 de enero, mi esposo, una amiga y yo nos embarcamos para San Diego. Esa misma tarde cruzamos la célebre frontera que, como dijo nuestro Tweeter-in-Chief, nos separa de los criminales, los violadores, los traficantes, los terroristas, los mafiosos y quien sabe qué otro tipo de gente que está invadiendo nuestro país.
Al rato ya andábamos en el centro de la vibrante ciudad de Tijuana cargando maletas con unos 100 libros en cada una, destinados a los niños de los criminales, violadores, traficantes, etc. Para nuestro desconcierto, no vimos a ninguno de estos malignos personajes y llegamos ilesos a nuestro hotel. Allí nos informaron que una gran parte de la Caravana de esta gente terrible ya se había dispersado. Algunos ya habían retornado a sus países. Muchos otros aceptaron el generoso ofrecimiento del gobierno mexicano de quedarse en este país con un permiso de trabajo. Y unos pocos, nos dijeron, buscaron una entrada ilegal más para el Este. Los restantes, los que aun albergaban esperanzas de cruzar legalmente, habían sido trasladados a un nuevo centro de inmigrantes llamado El Barretal.
Allá nos dirigimos al día siguiente, armados con nuestros libritos infantiles para enfrentar “la terrible turba”. La policía militar, a cargo de mantener el orden del lugar, nos mostró las instalaciones y explicó que varias organizaciones se ocupan de la alimentación y la salud de los migrantes. Los hombres acampan en un gran patio cimentado; las familias, en un pabellón que había sido una pista de baile. En vano buscamos los rostros amenazantes de los asesinos y criminales. Solo vimos a un montón familias y niños, de gente humilde, esperanzada y agradecida por la ayuda que el gobierno de México les estaba brindando. Nosotros sabíamos que se les otorga asilo solo al 9% de los solicitantes. ¿Lo sabrían ellos? No tuve el coraje de preguntárselo. Dejamos los libros en la recepción, a disposición de las voluntarias del Global Vision, quienes al día siguiente vendrían a hacer actividades con los niños.
Por la tarde nos encaminamos a nuestro segundo destino: una clínica manejada por la ONG Al otro lado de los E.E.U.U. Allí dejamos nuestra segunda maleta. Como unos veinte niños acuden diariamente, nos informaron, iban a formar una pequeña biblioteca infantil en la sala de espera.
Al día siguiente visitamos otro albergue en la zona Norte, barrio afamado por las señoritas de minifaldas y tacones y por los narcotraficantes que pululan en sus calles. En este albergue, organizado por una ONG local, nos permitieron repartir los libros con la condición de no tomar fotos de los menores. Un pequeño se nos acercó y me pidió un libro de dinosaurios. No encontré ninguno, pero se conformó con otro de astronautas. Una pareja de Honduras nos contó, entre lágrimas, cómo una pandilla había quemado su casa y matado a un familiar por no haber podido cumplir con el pago de la “mensualidad” que le imponen a su pequeño negocio. El hombre tenía documentadas sus quejas a las autoridades. Esto tal vez le dé derecho a asilo. Tal vez no.
Mientras conversábamos, mi esposo tomo algunas fotos y el sujeto que guardaba la puerta le ordenó borrarlos. No lo hizo. Se guardó el teléfono en el bolsillo y salió del lugar, sin más; y nosotras detrás de él. El tipo marcó el número de la policía. A estas alturas nuestra amiga, que creció en Tijuana, nos instó a irnos de inmediato, murmurando algo sobre el barrio Norte, las cárceles de la Federal y otros horrores. Cuando llegamos a toda prisa a la avenida principal y nos metimos en un taxi, un coche de la policía doblaba la esquina.
Esa misma tarde tomamos un autobús para San Luis Rio Colorado, estado de Sonora. Recorrimos la calle paralela a la “línea”. La calzada estaba festonada por tiendas de campaña y otros precarios refugios improvisados con palos, cobijas o plásticos. Contamos unas 70 familias y unos 150 niños. Allí no hay presencia gubernamental alguna. Una iglesia católica de vez en cuando les trae comida. Los niños se acercaban respetuosamente con sus padres, hurgaban dentro de la maleta y uno por uno elegían lo que más les atraía. Luego se metían en su cueva de cobijas y plásticos con su cuentito bajo el brazo mientras los padres nos agradecían con una humildad que partía el alma. Nadie nos pidió dinero.
El grupo se ha organizado a sí mismo. Como en El Barretal, cada nueva familia o individuo que llega recibe un número, que luego se lo pasan a las autoridades de la entrada en la frontera. Allí viven día y noche, atentos al llamado de los números, que se limitan a dos por día. Lo más probable es que sus pedidos de asilo sean rechazados. Desafortunadamente, ellos no lo saben. Estas vidas también están en limbo. Pero este limbo terrenal debe ser peor que el celestial. Aquí parece ser que Dios se ha olvidado de ellos. O habrá hecho un pacto con los seguidores de Trump.
En resumen, esta es la gran crisis de la frontera. Estas son las hordas de criminales, mafiosos, violadores, terroristas y otra gente de mala calaña que amenazan la integridad territorial y cultural de los Estados Unidos, según nuestro gran líder. Son apenas varios cientos de familias inocentes, con sus niños mocosos y bebes de pecho, quienes en su increíble candidez creen que les abrirán las puertas del gran país del Norte. Ojalá que algunos al menos puedan realizar sus más modestos sueños.
Rita Wirkala, autora de novelas y cuentos en español, es residente de Seattle donde enseña escritura creativa en Seattle Escribe.