POR HERGIT LLENAS
En diciembre, cuando ella llegó, los niños de mi comadre salieron corriendo a recibirla con gran alboroto. La niñera que recién les había conseguido prometía ser mucho más moderna y entretenida que la anterior. Tras su llegada, debo confesar que la casa se sumió en un profundo silencio, pues mis ahijados -una chica de siete y un niño de cinco años de edad- estaban tan ensimismados, tan entregados a ella, que no emitían ni un suspiro. Por su parte, después de una breve preparación, la recién llegada estuvo lista para ejecutar sus labores sin rechistar.
Feliz de tener un espacio libre de interrupciones y mientras la madre laboraba fuera del hogar, me presté a trabajar en otros proyectos dejando al nuevo miembro del equipo familiar a cargo de dos arrobadas criaturas.
Un par de horas más tarde, Anderson vino a buscarme muy compungido. “¿Qué te ha pasado, mi amor?”, le pregunté. Su respuesta fue una erupción de llanto. Por una fracción de segundo, me pasaron mil ideas alarmantes por la cabeza, pues no entendían la razón para tanto desconsuelo. Cuando al fin paró de llorar y pudo expresar con claridad su queja, me explicó que su nana estaba sufriendo de un ataque de hipo: “por más que le digo lo que necesito, no me responde”, me explicó. “A ver, déjame verla”.
Efectivamente, la flamante tableta de diez pulgadas se había congelado. Vamos a desconectarla y encenderla de nuevo, para que haga un reboot, le expliqué. Entonces, me dirigí a la habitación de la niña, a quien encontré tirada boca abajo sobre la alfombra jugando con su respectiva tableta y rodeada de un charco de orines. Se había ensimismado de tal forma en la experiencia virtual ofrecida por el recién estrenado juguete, que ignoró el llamado de su cuerpo. Alarmadísima, confisqué las dos tabletas bajo una lluvia de protestas y entendí que había cometido un grave error: esta cosa no es una niñera, ¡ni siquiera una buena asistente de niñera!
No debió bastarme con asomar la cabeza, verlos manipular el instrumento y creer que estaban bien, pues no lo estaban. Anderson había pasado de un estado de trance casi hipnótico a un nivel de frustración mayúsculo ante el mal funcionamiento del aparato. La niña, quien por naturaleza es activa, locuaz, enérgica, quedó paralizada como si la hubiese picado uno de esos animales cuyo veneno paraliza las víctimas, al punto de tener “un accidente”.
M’hija: ¿por qué no dejaste de jugar con la tableta para ir al baño?, le pregunté entre molesta y consternada. “Se me olvidó”, me contestó bajando la vista al suelo. ¡Se le olvidó! Nunca me imaginé que una caja de circuitos pudiera causar semejante efecto en la mente esponjosa de mis polluelos queridos. No obstante, aprendí una gran lección: el acceso a la tecnología debe ser absolutamente controlado. Hay que racionarlo, monitorearlo y jamás asumir que nuestros niños son infalibles a sus efectos aditivos. Amados padres, ¡mucho cuidadito!