Jorge Ramos
Columnista
Quisiera hablar bien de México todo el tiempo. Pero no puedo. No sería justo ni reflejaría la violenta y complicada realidad que vive el país.
Antes de entrar con lo que está mal tengo que reconocer que acabo de pasar un extraordinario fin de semana en el puerto de Acapulco. En estas playas pasé muchas y felices vacaciones de niño – y, años después, viví mis primeras noches encantadas de adolescente sin supervisión.
Esta vez, sin embargo, llevaba algo nuevo en mi maleta: mucho miedo.
Desde el mar el puerto parecía un postal y anuncio del gobierno: espectacular, ordenado, cálido. Un lugar perfecto para olvidar al resto del mundo.
Pero en sus calles militarizadas, en sus comercios al borde de la quiebra, en los hoteles a medio llenar, en los restaurantes vacíos y en los antros donde nadie baila, el mensaje es inequívoco: los narcos están destruyendo esta ciudad.
Al menos dos organizaciones criminales de narcotraficantes libran una cruenta guerra territorial por el control de la ciudad y el puerto, y ni siquiera los camiones llenos de soldados y policías armados con rifles de alto calibre son capaces de dar un sentido de paz y seguridad al reducido número de turistas nacionales que aún se arriesgan a venir. ¿Extranjeros? Vi a una pareja norteamericana, mayores de 60 los dos, en el avión de ida. Eso es todo lo que vi por tres días.
Para contrarrestar esta bien ganada imagen de un sitio turístico peligroso, el puerto mas baleado de México inició una campaña con el eslogan “Habla Bien De Aca.” El alcalde de Acapulco, al igual que el presidente Calderon, nos quieren hacer creer que el puerto y el país tienen un problema de percepción.
Pero están equivocados. México es un país terriblemente violento, y Acapulco no es inmune. Durante el año pasado han estallado tiroteos en el Bulevar Miguel Alemán, una popular y transitada vía que corre a lo largo de la costa.
En este mismo año, dos oficiales policiacos fueron asesinados en un enfrentamiento armado. Y, en mayo, la policía de Acapulco encontró una cabeza decapitada sin orejas en el asiento delantero de un taxi abandonado.
El resto del cuerpo estaba en el asiento trasero, junto con un mensaje de los carteles de la droga para el gobernador del estado de Guerrero. Tan sólo este mes, la policía encontró una decena de cuerpos en una tumba colectiva en Acapulco.
¿Se supone, sin embargo, que esto es un problema de percepción?
En Acapulco los narcos se han mezclado a tal grado con la población que cada vez es más difícil saber si una camioneta polarizada, un yate de lujo, una cuenta estratosférica en cualquier establecimiento o una mansión en Las Brisas pertenecen a un criminal. Ese no es un problema de percepción.
Esa es la realidad. A las afueras de la bahía, por donde está el hotel Fairmont Acapulco Princess y el aeropuerto, ha surgido otro Acapulco, blindado, que no se mezcla con las arenas de Caletilla y Hornitos. Es un mundito de privilegio rodeado de temores y vigilancia privada.
Esa ha sido la solución de los pocos que pueden pagar mucho para tomar el sol sin tomar balas. Los ricos han creado sus propios ejércitos privados porque el ejército del país, el de todos, no ha podido evitar que mueran casi 40 mil mexicanos desde el inicio del Calderonato.
Pregúntale a cualquier mexicano en que “ejército“confia más y verás la sorprendente respuesta.
Desafortunadamente, lo que Acapulco está experimentando hoy en día – la violencia, las decapitaciones, la frustración de los habitantes – se vive también en Ciudad Juárez. Es la misma experiencia de Veracruz, Monterrey y Cancún, y otras ciudades de México. Es la realidad, no un problema de percepción.