Esther Cepeda
Columnista
CHICAGO — Imaginemos que este país realmente cree que para triunfar en el siglo XXI, debemos poder competir en una economía global. Y para hacerlo, necesitamos trabajadores creativos y con una buena educación que, supuestamente, ingresaron en las mejores universidades y después compitieron por los mejores puestos de trabajo en organizaciones que miden atentamente los resultados y las ganancias.
Entonces, ¿por qué apoyamos un sistema que disuade a muchos a ingresar en programas de magisterio, de los que después pasan a un sistema laboral que los mantiene en un puesto prácticamente garantizado de por vida, sin competición alguna —por los recursos, por incentivos de dinero, o incluso gloria— y con poca exigencia de rendir cuentas por su desempeño en la clase?
Cuando ingresé en un costoso y respetado programa de maestría en Educación, no fue como ingresar en una facultad de Derecho o de Medicina, donde los exámenes estandarizados separan a los inservibles —ni siquiera tuve que dar un examen de ingreso. Había algunos estudiantes realmente brillantes, pero otros tenían muchas aspiraciones aunque carecían de las destrezas necesarias para navegar las tareas más elementales de comprensión de textos y redacción.
Mi experiencia no fue anómala. Un informe McKinsey de 2010 halló que sólo el 23 por ciento de los maestros de Estados Unidos proviene del tercio superior de su clase universitaria, comparado con el 100 por ciento en los tres países —Finlandia, Singapur y Corea del Sur— con los mejores sistemas escolares.
En la Roosevelt University, unos pocos profesores excelentes asignaban trabajo riguroso e intelectualmente desafiante, pero muchas clases eran tan huecas y poco estimulantes que me dolía pagar mi matrícula.
En Illinois, un estado que supuestamente cuenta con estándares rigurosos para maestros, lo único que impide que los casi-analfabetos obtengan un certificado de magisterio son los exámenes de destrezas básicas y de contenido específico, hasta hace poco tan ridículamente fáciles que casi todo el mundo pasaba. Tras un par de reorganizaciones, la tasa de aprobados cayó a un alarmante 22 por ciento.
Una vez que uno es maestro, su salario sube todos los años ya sea uno una superestrella o totalmente ineficaz. El puesto se mantiene a menos que uno meta la pata o lo agarren sin puesto fijo durante una reducción de presupuesto. Si uno toma clases adicionales u obtiene diplomas extra, recibe un salario superior sin tener que probar que esa educación adicional lo convirtió en un maestro mejor. La paga según el mérito es algo que casi nunca se discute seriamente.
Los distritos escolares varían en sus lineamientos para la evaluación de maestros —los maestros nuevos en general reciben dos evaluaciones por año y los fijos a menudo pasan más de un año sin ser evaluados— pero cualquier cosa más exigente que una observación de 15 a 30 minutos y una conversación con el administrador que supervisa es raro.
Seguro, hay muchos maestros sumamente eficientes en escuelas de todo el país. Pero incluso ellos llevan vidas profesionales sin competencia, que carecen del elemento para el cual se supone que están preparando a sus alumnos.
Los maestros no necesitan probar continuamente su dominio de un tema en exámenes estandarizados administrados con regularidad, no compiten con otros maestros en algún tipo de medida para ganarse un ranking de “categoría” y muchos no han tenido que enfrentar una competición en la que mucho está en juego, para ingresar en programas de universidades de elite. La mayoría de los estudiantes no aspirarán a carreras en el magisterio, pero recibirán su enseñanza de educadores que no tienen conocimiento personal de las profesiones en las que se necesita una ventaja competitiva para tener éxito.
¿Es todo esto positivo?
En un nuevo informe, “Lo que puede aprender Estados Unidos de los más exitosos esfuerzos reformadores en educación”, Andreas Schleicher, que supervisa el programa de Evaluación de Estudiantes Internacionales, nos dice que no lo es.
Las naciones que cuentan con los mejores sistemas educativos reclutan sólo a los mejores aspirantes y los capacitan con rigurosos estándares educativos nacionales en mente. Esos países tienen programas de magisterio eficaces y agresivos programas de liderazgo de maestros en las escuelas. El salario del maestro está vinculado con los resultados exitosos, incluso en países donde existen fuertes protecciones y beneficios sindicales.
No es realmente una ciencia infusa.
El informe promueve la idea de que si realmente nos importa la educación, debemos comenzar a valorar más a nuestros maestros. Estoy de acuerdo, pero hay que agregar que la sociedad valoraría más a los maestros, si se creyera que son la flor y nata de su camada que se esfuerza para lograr el éxito de sus alumnos y no una pensión.
No hay motivo por el que Estados Unidos no pueda reorganizar su sistema educativo para que éste requiera una vigorosa preparación para los maestros, exija que éstos rindan cuentas y recompense los éxitos.
Pero eso no sucederá hasta que los feudos de los programas de magisterio, de las juntas de educación locales y los sindicatos de maestros comprendan que una mayor competencia en la profesión pedagógica producirá éxitos académicos, que son esenciales para competir en la economía global.