Por MARCOS ALEMAN,
Associated Press
SAN SALVADOR, El Salvador (AP) — Era un hombre tímido de origen humilde, que consagró su vida a la Iglesia católica en un período turbulento de la historia salvadoreña. Una figura del establishment, amigo de la élite y las fuerzas armadas, que la realidad de un país pobre, corrupto y violento lo transformó y lo llevó a optar por defender a los pobres y marginados.
Esa opción en la polarizada sociedad salvadoreña de los 70 y 80 le significó a monseñor Oscar Arnulfo romero una sentencia de muerte pese a que había sido nombrado arzobispo de San Salvador con el visto bueno del gobierno militar y el poder económico.
“Era amigo de los ricos y de los militares, del sistema de gobierno de entonces”, dijo su biógrafo monseñor Jesús Delgado.
Tres años después del nombramiento, Romero fue asesinado cuando en misa consagraba el vino en el altar, momento clave para el rito católico, por un francotirador contratado por escuadrones de la muerte derechistas. El día previo, en su homilía dominical, había implorado a los militares: “En nombre de Dios y de este sufrido pueblo les ruego, les suplico, les ordeno, en nombre de Dios, cese la represión”.
Su muerte el 24 de marzo de 1980 fue la coronación de una rápida transformación personal que lo fue alejando de las elites y acercando a los pobres en un país donde los sectores dominantes trataron de aferrarse al poder a cualquier costo y la Guerra Fría se prolongó hasta entrados los 90. Mientras que para la derecha salvadoreña Romero pasó a ser un “guerrillero con sotana”, para el Vaticano, que el sábado lo beatificará, fue un religioso consecuente con las enseñanzas de la iglesia.
Romero nació en el seno de una familia humilde de Ciudad Barrios, departamento de San Miguel, el 15 de agosto de 1917. Era reservado y desde niño sintió la vocación sacerdotal. Fue ordenado a los 24 años en Roma e inició su labor pastoral en la región oriental de El Salvador. En mayo de 1970 fue ordenado obispo.
Predicaba las enseñanzas tradicionales de la iglesia. Conoció a dos de los principales exponentes de la Teología de la Liberación, como el padre Gustavo Gutiérrez Merino, peruano, y Leonardo Boff, brasileño, quienes le regalaron sus libros. Pero después de su muerte, los libros fueron encontrados intactos, “como sacados de la librería… Nunca los leyó”, dijo monseñor Delgado.
Fue nombrado obispo de la diócesis de Santiago de María en octubre de 1974, época en que comenzaba la represión en el campo.
En 1975, la Guardia Nacional asesinó a cinco campesinos y monseñor Romero llegó a consolar a los familiares de las víctimas y a celebrar una misa. Los sacerdotes le pidieron que hiciera una denuncia pública, pero el prelado lo hizo en forma privada a su amigo el entonces presidente de turno de los gobiernos militares, coronel Arturo Armando Molina (1972-1977).
Un mes después de su nombramiento como arzobispo fue asesinado el padre Rutilio Grande, de quien era amigo. Este hecho impactó mucho al arzobispo, quien haciéndose eco de sugerencias del clero accedió a celebrar una misa única en la Catedral, como un signo de unidad de la Iglesia y de repudio a la muerte del padre Rutilio.
A partir de entonces el arzobispo Romero puso la Arquidiócesis al servicio de la justicia y la reconciliación. En muchas ocasiones se le pedía ser mediador de los conflictos laborales. Creó una oficina de defensa de los derechos humanos y abrió las puertas de la Iglesia para dar refugio a los campesinos que venían huyendo de la persecución en el campo. Todas estas fueron actitudes que la derecha nunca le perdonó.
Romero se convirtió en “la voz de los sin voz” y todos los domingos condenaba desde el púlpito las masacres y asesinatos de civiles inocentes en las operaciones militares dirigidas contra una insurgencia izquierdista pero en las que caían muchos inocentes. Sus asistentes dicen que jamás denunció un hecho que no estuviera cien por ciento comprobado por un equipo de investigación del arzobispado.
La decisión de hablar desde el púlpito los domingos la tomó, según la biografía de Delgado, después de que el presidente militar Molina dijo que el arzobispo estaba de acuerdo con los planes de seguridad del gobierno. “Cuando Monseñor oyó eso dijo: ‘Nunca más voy a volver a visitar a esa gente, todo se los voy a hablar desde el púlpito de la verdad’. Y allí comenzaron las homilías del domingo”, expresó el biógrafo.
El arzobispo, a quien sus fieles llaman desde hace años “San Romero de América”, fue la baja más notable de un conflicto en el que escuadrones de la muerte, integrados por civiles y militares financiados por la elite salvadoreña, mataron seminaristas, monjas y sacerdotes que trabajaban con los pobladores de zonas rurales, de acuerdo con el informe final de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas difundido en 1993.
Su muerte “fue el primer disparo de la guerra civil de 1980 a 1992… no había vuelta atrás”, dijo en una entrevista Gerardo Muyshondt, que hizo una trilogía de documentales denominada “El Salvador: Archivos Perdidos del Conflicto”.
La guerra concluyó en 1992 con la firma de un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Dejó 75.000 muertos y 12.000 desparecidos
Informes oficiales de la investigación del crimen indicaron que el prelado había recibido varias amenazas de muerte y decidió que sus colaboradores ya no lo acompañasen cuando salía “para evitar riesgos innecesarios”.
El día de sus funerales una bomba explotó en las afueras de la catedral capitalina y francotiradores dispararon con metralletas a los más de 50.000 asistentes. Entre 27 y 40 personas murieron y más de 200 resultaron heridos, según la Comisión de la Verdad.
La Comisión determinó que uno de los autores intelectuales del asesinato fue el mayor Roberto d’Aubuisson, uno de los fundadores del partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista (Arena), que gobernó el país durante 20 años (1989-2009). Pero los responsables intelectuales y materiales del homicidio no fueron castigados debido a una amnistía promulgada en 1993