Cuando la música nos emocionaba

Esther Cepeda

Mientras examinaba mi timeline en Twitter, el domingo pasado por la noche, los tweets relativos a los Premios Musicales MTV provocaron esa punzada que alguna gente siente cuando se da cuenta de que está envejeciendo y que está fuera de onda con respecto a las pasiones de los jóvenes.

No he visto un programa de premios musicales en décadas y, aunque Lady Gaga, Beyonce y Katy Perry me son familiares por las tapas de revistas que veo en la caja del supermercado, su música nunca me ha llegado y, menos aún, me ha emocionado.

Echo de menos la música que era una experiencia común. Hoy en día las rocolas electrónicas como iTunes, las estaciones radiales especializadas, la radio por satélite y streaming en Internet permiten que todos escuchemos sólo la música que preferimos.

Pocos de nosotros quedamos expuestos a diferentes tipos de música como solíamos hacerlo cuando las melodías no se cortaban, rebanaban y dirigían a segmentos particulares del mercado.

¿Recuerdan cuando parecía que todo el mundo escuchaba los 40 Éxitos de Casey Kasem? La lista de éxitos actual tiene tantas variedades –temas de radio, temas digitales y tonos de teléfono, más 29 géneros diferentes como rock, clásica, latina y “niños”– que no sé por dónde empezar.

No es algo necesariamente negativo, pero no puedo evitar que me guste más aquella época en que la música “popular”, alias pop, presagiaba sutiles cambios sociales.

Por ejemplo, pensemos en 1984, cuando un público masivo veía los dos programas anuales de premios musicales y Michael Jackson ganó varios premios de videos musicales y Grammys por “Thriller”. Sus exitosas actuaciones en esos programas expusieron a millones de personas a un importante adelanto por un nuevo artista negro de sumo talento.

Era el comienzo de un intento incipiente de igualdad negra en el mundo del espectáculo, que comenzó a afianzarse más tarde, ese mismo año, cuando el “Cosby Show” inició su éxito de ocho estaciones en NBC.

Para mí, 1985 fue el año musical más importante. Yo era una displicente niña de 10 años, que corría el dial de la radio del coche a las estaciones alternativas de música punk, trataba de vestirme como Madonna y no toleraba en absoluto la música en español de mis padres.

Su salsa, cumbia, merengue y los corridos de los mariachis inundaban constantemente la casa y acompañaban todas las grandes reuniones familiares.

Era una música que, a mi parecer, requería movimientos de baile complejos que ni soñaba con probar; definitivamente no era “cool” y, en mi mentalidad adolescente, sin duda no era estadounidense.

Y entonces, en octubre, la Miami Sound Machine ascendió como un meteoro a la lista de los 100 Éxitos con “Conga”, que fue el primer disco sencillo incluido simultáneamente en las listas de éxitos pop, latinos, soul, y de baile.

Momento de epifanía: la combinación de trompeta-cencerro-piano-caliente-timbal era embriagadora, no sólo para mí, sino para otra gente, y lo que es más importante, para mis compañeros de clase y la gente que escuchaba radio en inglés.

Nunca olvidaré la cara de mis padres la primera vez que escucharon “Conga” saliendo a todo volumen de los parlantes de mi radio. “¿Qué estás escuchando?”, me preguntó mi mamá asombrada.

Llamó a mi padre para que presenciara el milagro de que yo adoptara el estilo musical que antes había rechazado. En realidad, resplandecían de felicidad.

Yo le saqué importancia, pero el público general que bailaba alegremente al son de “Conga” hizo que yo abrazara una parte de mi cultura en la que nunca había reflexionado.

En aquella época, al menos en Chicago, nadie se molestaba en determinar quién era latino o hispano.

Yo pensaba en mí misma simplemente como estadounidense.