por Efrain Palominos Morales
En cuanto sintió esas manos frías y cayudas tocar sus patitas, la piel se le puso chinita, así como cuero de gallina cuando le van a cortar el pescuezo. Con decirles que la cama escurría del miedo que invadió al más Bravo de los cáscareros que ha dado la tierra de la tambora, mi Culiacán Sinaloa, ¡Ajua! No hace mucho tiempo que Omar Bravo era considerado el mejor delantero del fútbol mexicano, tan es así que le valió para ser fichado por el Deportivo la Coruña de España. Sin embargo, y como ya es costumbre en la mayoría de nuestros pamboleros, que se le trepa el muerto del Jamaicón y regresó a México con la cola entre las patas. Lo que le faltó al todavía seleccionado nacional fue agarrarse de los… talentos que Dios le dio y hacer "la chica". Es verdad que no tuvo las mismas oportunidades que Andrés Guardado, quien es figura indiscutible en el mismo equipo, sin embargo, los pocos minutos que pisó el campo de juego fue para sacar el bofe (una prueba más de que el nivel físico con que se juega en Europa está años luz de las diez vueltecitas que nos ponen a darle a la cancha para calentar antes de jugar en el llano). Omar regresa a nuestro rancho y no lo hace para arriar las chivas descarriadas de Jorgito (para que ni se hagan ilusiones en la perla tapatía), más bien llega a la sultana del norte para ser parte de unos tigres que les urge un Juan querendón que le hablé despacito y al oído al gol. Bravo es el refuerzo de lujo que le trajeron a Pekerman para salvar a los mininos de irse a la… zona del descenso. Así pues las cosas con Omarcito, mis amantes de las fresas con crema del meritito Irapuato. Nuestro paisano sufrió lo que todo mexicano suda nomás se brinca el charco para llegar al viejo continente: el síndrome de "nadie hace los chilaquiles como mi amá".