“LA PAZ ES UN ESTADIO MAS ALTO QUE LA FELICIDAD”

Jorge Ramos

La música del cantautor argentino, Facundo Cabral, era como cinta sonora de mi adolescencia en la Ciudad de México. Se lo conté antes de entrevistarlo recientemente en Miami.

Recordaba, en particular, su canción “No soy de aquí ni soy de allá”, cuando le pregunté: “¿De dónde eres?”

“De ningún lado. Nunca fui de ningún lado”, me contestó este artista nacido en 1937.

Como en todo lo relacionado con Cabral, había una historia detrás de la respuesta.

“Mi padre se fue antes que yo naciera y se quedó sola mi madre con siete hijos”, contó. Se quedan sin dinero y los echan de la casa donde vivían. Viajan, como pueden, desde La Plata hasta Tierra del Fuego. En ese terrible viaje murieron cuatro hermanos. Llegan, por fin, cuando Cabral tiene 9 años y un deseo.

Cabral consigue un empleo de niño al sur de la provincia de Buenos Aires y luego estuvo “muy perdido hasta los 14”.

A esa edad, cuenta, un jesuita le enseña a leer. Y pronto ya estaba aventurándose con las obras del filósofo griego Heráclito y del autor escocés Robert Louis Stevenson. Empieza a escribir y a tocar guitarra. Un buen día lo escucha el actor cómico-popular argentino Luis Sandrini; lo apoya y le da oficio.

Y con guitarra en mano, Cabral empieza un larguísimo viaje que ya lo ha llevado a 165 países y tras el cual todavía no ha encontrado su hogar. No tiene casa ni dirección. Sus libros se amontonan en un hotel de Buenos Aires.

Todavía recuerda la primera vez que viajó a Estados Unidos.

“ésta es la casa de Satanás”, pensó, “porque siempre pensamos eso los sudamericanos: Si me engripo, la culpa es de los gringos”.

Pero viaje tras viaje, fue cambiando su visión. Hoy es radicalmente opuesta.

“Estados Unidos, te guste o no te guste, es una Torre de Babel, es la capital del mundo”.

“Tuve una mujer y una hija, a la que conocí acá (en Estados Unidos)”, recordó. “Fíjate cuántas sorpresas tenía Dios para mí en Estados Unidos. La mujer que más amé, era de Chicago. Tenía 18 años cuando la conocí; yo tenía 40. Supe que era mi mujer, supo que era su hombre. Fuimos juntos cinco años por el mundo hasta China. Nos echaron juntos alguna vez de China. Y cuando ella tenía 23 y nuestra niña 1 año, mueren en un accidente de aviación”.

“¿Cómo vives con eso?”, le pregunté. “Yo perdí a mi padre hace 13 años y todavía lo sigo arrastrando”.

“Yo tengo otras noticias”, me contestó detrás de sus lentes oscuros, buscando mis ojos. “Yo quedé agradecido a Dios por haber conocido el amor de mi mujer y el amor de mi hija. Lo que uno ama nunca muere. Mi mujer y mi hija están conmigo. Tu padre está contigo”.

Y luego del tema de la muerte hablamos del amor. Le pregunté si estaba enamorado. Y me sorprende, otra vez.

“Yo no me enamoro una sola vez”, me dijo, riendo. “Me enamoro a cada rato. El amor tiene que tener horario. Todo el día es un hastío. Y terminan odiándose y por eso los divorcios. Tendría que haber un horario. Te amo de 8 a 10. Y luego me voy porque tengo que amar a María. Y ahora me voy al teatro porque tengo que amar al teatro”.

Y terminamos la conversación, como si estuviera escuchando una de sus canciones que me acompañaron de joven.

“Voy a decir una cosa”, advirtió. “Se supone que la meta es la felicidad. Pero no. Hay un paso más. Yo tomo una actitud: Me exigí ser feliz. Y nunca pensé que iba a contagiar la felicidad y que iba hacer feliz a tanta gente en el mundo. Ahí, la verdad, se me fue la mano”.

“Ahora estoy en paz”, reveló. “Es un estadio más alto que la felicidad”.