Cuando cae un dicatador

Jorge Ramos

Columnista

Cuando cae un dictador, otros dictadores tiemblan. Saben que, tarde o temprano, caerán ellos. Pocos son los que desafortunadamente mueren en el poder, como Francisco Franco en España, o que se traspasan el poder, como los Somoza en Nicaragua. El destino de un tirano es caer.

La caída de Mohamar Gadafi en Libia debe servir como un recordatorio para todos, particularmente en América Latina, de que ninguna dictadura, por poderosa o sanguinaria que sea, puede derrotar la voluntad de un pueblo dispuesto a morir antes que seguir igual.

Aunque Gadafi y sus seguidores eran intensamente controladores, sofocando todo síntoma de disensión durante los 42 años que se mantuvieron en el poder, el pueblo finalmente se levantó y logró el triunfo.

La primavera árabe – que actualmente está ya en su verano y, esperamos, continuará en el otoño y el invierno – se inició en Túnez, donde los jóvenes supieron evadir la censura de los medios al coordinar la rebelión a través de las redes sociales. Ahora que Gadafi está en plena huida, ¿quién sigue? El gobernante de Siria, Presidente Bashar Assad, parece ser el próximo.

Los sucesos de los meses pasados parecen demostrar que la revolución puede extenderse, si los ciudadanos sujetos a abusos y tiranía a manos de caudillos están conscientes de que nada cambiará si ellos se concretan a esperar sin actuar.

Ahora ¿pueden exportarse los movimientos rebeldes del mundo árabe a Cuba y Venezuela? La pregunta no es para los expertos políticos o académicos de las grandes universidades. Es para los cubanos y venezolanos de a pie.

Cuando caía Gadafi en Trípoli, yo manejaba por la Pequeña Habana en Miami.

Tenía tiempo y me bajé a caminar. Pedí un jugo y recorrí, sin prisa, los monumentos erigidos por el exilio cubano.

El primero, con una llama ardiente, estaba dedicado a los mártires de la Brigada 2506, un grupo de cubanos anticastristas en Estados Unidos que en 1961 participaron en la fallida invasión de bahía de Cochinos de Cuba. Pasos más atrás, junto a una virgen de mármol, está el mural erigido en 1995 para conmemorar el centenario de la muerte de José Martí, el escritor y revolucionario cubano. Y al fondo, bajo un mapa de Cuba, una dura frase de Martí: La patria es agonía y deber.

Exacto, pensé. La agonía de los que perdieron su casa y su tierra por un dictador y, todavía, no han podido recuperar su nación. Libia hervía y, al mismo tiempo, en Cuba y en ese rinconcito de Miami no pasaba nada.

La agonía también se siente en Venezuela, donde hay un hombre, Hugo Chávez, que decide por todos los demás. Los venezolanos, contrario a los cubanos, pueden salir de su país y votar en elecciones multipartidistas. Pero el resto de su vida está limitado por un aprendiz de dictador que controla soldados, jueces, comunicadores, funcionarios públicos, contadores de votos y hasta a los que escribieron a la medida de Chávez una constitución reeleccionista.

Chávez ha calificado como hordas a los rebeldes libios, llama hermano a Gadafi y dijo que no reconocerá en Libia a otro gobierno. Gadafi dejó el poder huyendo por túneles debajo de Trípoli y si Chávez sigue ese curso antidemocrático pudiera tener un destino similar. Están en dos extremos del mundo pero es un caudillo protegiendo a otro.

La cuestión es cómo transformar esa agonía y desesperanza en Cuba y Venezuela en un movimiento que, eventualmente, reemplace a esos regímenes antidemocráticos. No es un asunto académico. Es simplemente una cuestión de libertad. Tunecinos, egipcios y libios lo supieron hacer. No hay ninguna razón para que cubanos y venezolanos no puedan.

Los tiranos están temblando y tambaleando. Solo falta el empujón.